DE MI VIDA REAL
Por: KARLOSMAGNO



Aquella mañana de enero en 1971… se quedó mi madre en la puerta de nuestra casita allá en la finca… se quedó con un montón de lágrimas rodando por sus mejillas, su corazón partido en mil pedazos seguramente, con sus manitos en lo alto diciéndome adiós.
Y minutos después, fue mi padre quien se quedó parado en la orilla de la carretera, envuelto en la polvareda… cubierto por una nube de polvo amarillo que dejó el bus de la flota Macarena, ese bus que me llevaría a la ciudad de Villavicencio.
Desde ahí en adelante todo cambió, al menos para mí.
Hasta ahora había cumplido yo, diez años de vida y seguramente volvería a mi casa paterna, sólo en vacaciones escolares después de seis meses; tiempo que sería una bendita eternidad para mi mente y mi corazón acostumbrado al amor de hogar… acostumbrado a hermandad completa.
Días después, ya estaba estudiando en la escuela Jhon F. Kennedy del barrio la Esperanza y vivía donde mi tía María Inés, en el mismo barrio como a diez cuadras de la escuela.
En la pared de mi habitación asignada y detrás de la cama, desde el primer momento, con lápiz negro empecé a marcar cada día que pasaba y en la pared del frente. marcaba los días que faltarían para volver a ver a mis padres y a mis hermanos.
En un comienzo fue bastante difícil adaptarme, acostumbrarme a mi nueva vida en la ciudad, pero más berraco fue que, cuando ya estaba empezando a disfrutar de esa vida citadina con compañeros de escuela y vecinitos de la cuadra; un día cualquiera llegaron las anheladas vacaciones para volver a mi Puerto López.
Y cuando volví a aferrarme a las vacaciones en la finca con todo ese mundo maravilloso y natural; de repente llegó el regreso a clases… mejor dicho no volví a tener una dicha completa.
Así pasaron días, meses y un par de años más… ya a finales de 1972 después de haber terminado con honores mi segundo grado de primaria en la escuela Abraham Lincoln del barrio el Retiro; regresé nuevamente a vacaciones.
Y a comienzos de 1973 cuando tenía todo listo para volver a Villavicencio nuevamente a estudiar; una semana antes, mi padre me dijo que al menos por ese año, me quedaría viviendo con ellos.
Que dicha tan grande y amarilla, como dijo mi madre el día en que mi padre decidió que yo no regresaría a Villavicencio. Y en esa misma semana, el hombre Darío me matriculó en la escuela Rafael Uribe Uribe de Puerto López.
Mi obligada inestabilidad emocional y social durante mis primeros tres grados de primaria, al menos sirvió para conocer cada año, a nuevos compañeros, nuevos profesores y nuevos amigos de cuadra y barrio.
Y vendrían siete años de estudio, picardías, fútbol, playa, algunos bonitos amores de colegio y aventuras sin fin en mi pueblo Puerto López… conociendo, compartiendo estudio y locuras de pubertad con maravillosos amigos como mi parcero de andanzas José Vicente Rodríguez Méndez, Uberney Cagüeño, José Albeiro Parra el paisita Ismael Ramírez Pateloro, William Vargas, Arturo Ospina, Roso Segura, Dionicio Guerra, José A, Tomas Beltrán, Sancocho el hijo de Jetetarro, Dircio Díaz, los Hermanos Echeverry, Jaime y Alberto Aguilera, el amigo Preciado, el sastre Castañeda, Olimpo Cárdenas, Duque el finadito Mano de Ñeque, Orlando Zabala, los hermanos Gantiva, Los Villalba, los Herrera Guependo, Aleyda Portela, Braulio Duarte, Josefa Gaviria, Delis Domínguez, Martha y William Plata, Nayibe Abdala, Rocío y Edilma Leyva, Chimichurri Domínguez, Nancy Ríos, Marina Arateco, Pedro Marín, Israel Jiriguelo, Adolfo Cardona, Ever Gómez, Marisol Tovar, Marleny Consuelo Figueredo, Esther Chamarravy, Milton Rodríguez, Beatriz Gaitán, Atanael Ramírez, Francisco Heladio Suárez, Hernán y Soraya Galviz y otros resto de amigos y paisanos que ahora no recuerdo sus nombres.
En el año 1980… después de muchos momentos hermosos de loca pubertad, me gradué en el colegio Olaya Herrera como auxiliar contable en el noveno grado.
Las tardes amarillas y rojo escarlata se perdían detrás de la iglesia y el parque, mientras con amigos nos divertíamos jugando fútbol en la cancha del colegio Olaya Herrera… lugar que, a la vez parecía ser la cancha municipal.
Mientras traía a mi pensamiento, inquietos deseos de regresar a Villavicencio… pero había confusión en mi mente y mi corazón, pues ahora me sentía enamorado hasta los huesos y los tuétanos, de un amor sin futuro tal vez, un amor que nació moribundo entre vaivenes y vivencias de juventud…. un amor apasionado y bonito, pero a la vez difícil y hasta complicado por enormes diferencias de estrato social.
Los dos estábamos en la flor de la vida, ella con 16 años cumplidos y yo, amansando mis 18 primaveras. Ella rica, familia de dedito parado y corbatín, anillos, aretes, pulsera y tobillera de oro, bolsos finos y perlas en el cuello, tenis y jean de marca… yo… no más que un desdinerado, romántico y apasionado jovencito… soñando que ella sería mi amor eterno y yo, el amor de su vida.
Bueno, ella si hasta ahora había sido el amor de mi vida… aunque a escondidas y pudiéndonos encontrar sólo cada vez, cuando se daba la oportunidad.
Yo necesitando, deseando cambiar en un abrir y cerrar de ojos, mi estrato social y mi bolsillo.
«Cosa pa’ berraca y jodida por demás» seguramente así hubiera dicho mi abuela teresa, si no hubiera muerto dos años atrás.
Amigos y compañeros invitándome para las minas de esmeraldas en Muso Boyacá, dizque a conseguir billete por montones y además para volver al pueblo montado en un Nissan Patrol último modelo… sólo para chicanear con nenas y berriondos compañeros de mí misma edad.
A la vez que secuaces de Víctor Carranza, estuvieron convidándome a delinquir por bastante dinero contante y sonante, invitaciones a beber, parrandear en Luna Roja y jembriar con putas en «CharraspÍn».
Pero a esa edad, ya había escuchado esa frase célebre que dice que «El tiempo de Dios es perfecto»
Una tardecita entre oscuro y claro como decía mi abuela… vi al amor de mi vida, en brazos de un paisano millonario… uno de su misma clase social. Creo que mi cara palideció, el corazón se me arrugó por completo, mis lágrimas no se hicieron esperar y mi mundo de ilusiones por ese amor; pareció derrumbarse en ese indeseado instante de mi vida.
En la mañana siguiente amanecí embriagado, despechado, vuelto mierda y media en «Luna Roja»… aquél bonito estadero y amanecedero, que en ese tiempo había preciso en el alto de Menegua, frente a la casa de doña María, la señora de las deliciosas almojábanas.
Pero cuando el sol salió hermoso y radiante, ahí tan cerquita de mi desdicha… entendí que mis ojos tenían que ver más allá de mi nariz… y mis pasos ir mucho más allá para ser un triunfador… no pensaba morirme o perderme por un amor que me traía lastimado, un amor que por lo visto no sería para mí.
Por varios años atrás, mi suegra me apreció bastante, dizque por ser un buen joven, mientras que mi suegro siempre me odió de muerte… sobre todo en las noches cuando yo desde el otro lado del puente, a capela le cantaba canciones a su hija… y los domingos me la robaba de misa, ante cualquier descuido del viejo.
Cuando el hombre me veía subir con ella en el bus de ruta escolar todas las mañanas, decía mi suegra dizque al viejo se le encogía su bigote mazamorrero, también se le paraban los vellos que le habían nacido y crecido en sus alargadas orejas.
Pero esa mañana, embriagado allá en el estadero Luna Roja, tomé la decisión de dejar todo atrás y definitivamente volver a Villavicencio… sólo regresaría a mi pueblo de vez en cuando, de visita a mis padres y hermanos.
Y así fue, dejé atrás esas caminatas nocturnas por las calles pedregosas y polvorientas de mi pueblo, las amistades de escuela y colegio, los vecinos de vereda, los viajes en el bus verde del colegio todas las mañanas y en las tardes de regreso a casa, las idas a la playa del río a jugar fútbol con mis hermanos y vecinos, las tardes de baño en la laguna Venturosa… y tantas otras cosas, vivencias que me amarraban irremediablemente a mi Puerto López del alma.
No volví a ver morir el sol desde el puente Carlos Lleras en Ponteadero, ni los viajes de pesca en canoa por el río Metica, ni volví a ver el ganado saliendo acosado de las lanchas del expreso ganadero, para subirse a los camiones que los llevarían directo a mataderos en otras capitales, ni volví a viajar de la casa al pueblo «tirando dedo»
No volví a ver a mi madre preparándonos el desayuno y hablando sola en la cocina, sin saber de qué carajos o con quién conversaría tan animada delante de nadie.
O verla dándole de comer a los perros y espantando las gallinas para que no jodieran en la cocina, ni verla comiendo arroz con sus dedos a la hora del almuerzo, ni volví a apagar la vela con mis dedos cuando todos dormían plácidamente en casa.
Entonces dividí mi mundo en dos, el antes y el después de mi partida definitiva del pueblo; seguramente en busca de un mejor futuro.
Semanas después, una carta del amor de mi vida me pidió disculpas y perdón… decía que nunca me iba a olvidar, que tendría de todo con ese hombre, pero nunca el amor que sólo yo le sabía dar, ni las bonitas palabras que le decía y le escribía amorosamente en pequeños papelitos de cuaderno.
Seguí en la ciudad estudiando nocturna y trabajando de día…en la empresa de ventas de mi tía Inés y don Israel…buscando y abriéndome paso en una nueva vida, en una sociedad moderna, desconocida y desconfiada de todo mundo por demás.
Y pasaron bastantes meses, antes de que me enterara, que, en el siguiente domingo en la tarde, allá en la Iglesia de mi pueblo se casaría el amor de mi vida, seguramente con el amor de su vida. Aunque creía estarla olvidando, con esa pendeja noticia volví a mortificarme, a remover dentro de mi corazón todo aquello tan lindo, que ya se estaba quedando atrás lenta pero seguramente.
Mi segundo trabajo fue de vendedor viajero, o viejero como solía decir mi abuela «cagada» de la risa.
Varios meses después, regresé a hacer entrega de un electrodoméstico en mi pueblo y sin querer, sin estarla buscando la volví a ver… juro que esa jovencita seguía tan linda, tan hermosa como siempre… sólo con la diferencia de que ahora, ahora estaba embarazada, preñada pero no de ilusiones. Caminaba por el parque, del brazo de su esposo.
Ahí sepulté los restos de esperanzas… y algunas pequeñas esquirlas de amor, que aún guardaba pendejamente en un rincón muy escondido de mi corazón.
Pasaron bastantes años y después supe que, ese amor de mi vida falleció en una tarde de enero mientras los rayos rojos del sol se colaban por un lado de la torre de la iglesia de mi pueblo y la oficina de Telecom.
Por varios años, cada vez que volví a casa de mis padres, me encontré de frente con dos iniciales entrelazadas en un corazón… estaban grabadas en la piel de un viejo y frondoso ceibo, cerca de la laguna. Como señal y recuerdo de aquél primer beso… el primer beso de un amor que nació y creció muchísimo, pero que nunca pudo sobrevivir, seguramente por diferencias sociales o contables, mejor dicho.
Escritor y poeta puertolopense
Radicado en el Casanare