LA NUEVA CONCIENCIA

DE MI VIDA REAL. MIS PIEDRITAS DE COLORES.

Por: KARLOSMAGNO

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Era tiempo de verano, en la finca de mi abuelo, para esa época yo tenía sólo seis años o un poco menos quizás; despertaba apenas cuando el sol empezaba a nacer y florecer más allá de la serranía y el alto de Menegua, jurisdicción de mi tierra natal puerto López. 

Descalzo y sin camisa corría por la orilla de la playa… corría para buscar milagrosas… así llamaba mi abuela a las pequeñas piedritas de colores, esas piedritas que en las noches eran lavadas por las olas y dejadas en la orilla del río ya al amanecer de un nuevo día. 

Decía mi abuela, que sería un verdadero milagro encontrarlas, por eso las llamaba así… «las milagrosas» además, eran piedritas muy lindas de bellos y diversos colores.

En esa temporada de sequía, el río Metica tenía playas con enormes bancos de arena blanca, pero igual sin piedras… ni grandes, ni chicas.

Entre tanto, la brisa jugaba con arena casi todo el día, formando y deformando tentativamente dunas a su antojo y manera… entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde volaba bastante polvo de arena, polvareda que se enredaba entre las ramas de los árboles altos, un poco más allá del barranco, donde estaba nuestra casita con techo de palma y paredes de guafa rajada.

Pero en noches de luna y luceros, la playa se volvía plateada… brillaba como pequeñas puntas de finos diamantes, como filo de finas espadas romanas, danzando al vaivén de los sonidos del silencio.

En la mañana se me iba rápido el tiempo jugando por la orilla del rio, sin darme cuenta empezaba a correr la brisa y de repente, escuchaba el grito de mi madre desde el barranco llamándome al desayuno… entonces sabía que ya eran las siete de la mañana, hora de regresar a casa y reunirme con mis padres y mis hermanos junto a la mesa, para comer y también para reírnos a carcajadas contando cada cual, nuestras propias historias. 

A esa hora, ya tenía los bolsillos delanteros de mi pantalón corto, repletos con milagrosas… cuando escuchaba el grito de mi madre desde el barranco, corría por la arena aún humedecida por el rocío de la noche, llegaba a la casita y escondía el cargamento debajo de la cama de mi abuela Teresa; allí tenía secretamente una cajita de madera, donde las guardaba cuidadosamente sin hacer ruido, para que el abuelo Julián no me las encontrara y tal vez me mandara a tirarlas al río nuevamente.

Había escuchado decir al abuelo en las noches cuando fumaba su pipa y nos contaba misteriosas historias, que las milagrosas eran sagradas y propiedad del río, donde deberían permanecer por siempre.  El abuelo nos prohibía a mis hermanos y a mí, sacarlas del río… pero yo lo hacía a escondidas, sin que él lo supiera.

Sin embargo, una mañana de marzo, el abuelo buscando la caja de su herramienta encontró mi cajita de madera llena con milagrosas.
El hombre dio un espantoso grito en la pieza y salió furioso al corredor de la casa… nos llamó uno por uno, a mis hermanos y a mí por su nombre y tal vez en orden de estatura… quizás para que no se le escapara alguno, pues ya éramos bastantes y mi abuelo a veces olvidaba algunos nombres de sus nietos. 

Aquella mañana, cuando mi abuelo encontró mi caja con piedritas de colores, como cosa no muy extraña sacó de sus labios lo que aún quedaba de su tabaco… siempre lo fumaba hasta casi quemarse la punta de sus huesudos dedos… seguidamente dejó caer la colilla al piso, la apagó y la molió en forma circular con su bota izquierda, luego botó al aire una bocarada de humo blanco y su saliva gruesa pegajosa, amarillenta de nicotina; quedó haciendo malabares en las ramas altas del árbol de mangos que había en el patio.

 

Con su machete encintado, su escopeta terciada de medio lado y su sombrero viejo casi tapando sus pobladas cejas canosas; levantó la mirada y escuché el tono de voz furiosa que hacía rato no le oía. El hombre, ahora estaba emputecido, como decía mi abuela.

«Quién carajos me está profanando el río» 

A decir verdad, no entendí nada… pero con sólo ver mi cajita en sus manos, me lo dijo todo… mejor dicho, inmediatamente deduje lo que estaría sucediendo. El sermón fue largo y mis hermanos por la presión del abuelo, terminaron señalándome como único culpable.

 

Treinta días sin volver al río, ni subirme a los palos de naranjo a tragar naranjas… fue mi castigo por sacar piedritas del río. 

«Ni siquiera podrá ir a traer agua del río, antes de que caliente la arena de la playa y corra la brisa?» preguntó mi abuela en baja voz desde la cocina.
«No señora, el mocoso no volverá a ese lugar… hasta nueva orden o hasta que yo cambie de parecer»

 

El abuelo mandó a uno de sus trabajadores en la canoa… para que tirara mis piedritas de colores en el centro del río, quizás para que no volvieran a la playa.
Ya a finales de abril, cuando volvió el invierno con relámpagos, muchos truenos y lluvias, por fin cumplí mi condena y pude volver al río… pero ya no estaba la playa, tampoco había milagrosas.  

Un día después, encontré mi cajita de madera flotando vacía, enredada en una palizada más abajo de los guamales donde amarrábamos la canoa.

Ese día lloré con mi cajita de madera en las manos y me prometí volverla a llenar… pero esta vez, con pequeños caparazones de caracolitos muertos.

 

KARLOSMAGNO.

Escritor y poeta puertolopense.